Por Ángel Berlanga, para el suplemento «Radar Libros» de Página/12
(…) Y es aquí donde talla el tono preciso de la narradora, el modo en el que Peirano pone a contar a Victoria para referirse a su íntimo paraíso perdido allá en la infancia, a la confluencia entre juego y dolor, conciencia e inconsciencia de sentimientos a través del tiempo, y los reflejos de aquellas felicidades y aquellas penas en tiempos más recientes, porque dos años atrás su compañero, el padre de su hija, se prendó de otra mujer. Sencillo se lo dijo. Y se fue. Un abandono que alienta a pensar con más intensidad en aquel otro, a preparar un ánimo dispuesto a remontar el recuerdo de la conversación secreta.
“Quiero ser precisa con el uso de las palabras”, indica cada tanto Victoria, ante la dificultad de referirse a algo doloroso, y esa voluntad acaso también de cuenta del tono de Miramar –mención entre las finalistas del concurso de novela Página/12–, que sin embargo contiene algún toque de humor. También quiere, Victoria, reconstruir lo mejor que pueda los hechos, con quién habló su padre antes de perder el habla. Es formidable cómo juega Peirano las idas y vueltas en el tiempo, la marcha de la pesquisa, las voces y los ritmos, la forma de su historia y la contrafigura como una sombra que crece para reformatear la novela. De fondo está el Mundial, la expectativa de su hermanito por saber si el viejo televisor en blanco y negro de pronto, con la inauguración, empezaría a verse en color, la angustia de un episodio con el sereno de un garaje de Flores el día de los festejos, el silencio de los familiares en torno de la tarea fatal de la enfermedad. La enfermera de Mujercitas: el silencio es salud. Las palabras y los hechos, lo público y lo privado, lo que se olvida y lo que se recuerda, lo que se cuenta y lo que se oculta: con esos materiales Peirano tiende los infinitos puentes que componen Miramar. (…)»
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